EL NIÑO QUE LE TEMÍA A LA OSCURIDAD.
Se cuenta de un niño llamado Ignacio (Nachito), desde los inicios de su vida tuvo un miedo extremo hacia la oscuridad; era tal ese miedo que si no había luz en el lugar donde dormía, lloraba y gritaba. Así fue hasta la edad de cinco años cuando falleció, dado a que su niñera olvidó encender las cuatro luces (que se encontraban en las esquinas de su habitación). Fue sepultado en el panteón de Belén; sin embargo las dificultades siguieron, ya que el velador cada mañana veía el féretro del niño fuera de su tumba, por lo que debía ser introducido de nuevo a su lugar cada mañana. También se cuenta que se veía su fantasma en la puerta del camposanto tratando de llegar a la luz de la calle. Ante esto, sus padres decidieron modificar la tumba, haciendo un féretro de piedra que estuviera en el exterior con cuatro antorchas alrededor de él, allí fue puesto el cuerpo del niño y desde ese momento todo ha regresado a la normalidad. Hoy en día se le pueden dejar ofrendas como dulces o juguetes, tal vez para que el niño siga descansando con tranquilidad y pueda jugar cuando su espíritu salga de noche.
LEYENDA DE LA PILA DE LAS CULEBRAS EN TAPALPA, JALISCO.
A fines del Siglo XIX, vivían en Tapalpa, Jalisco cuatro comadres a las que se les conocía como las Marías Lenguas, por lo argüenderas que eran. Generalmente se reunían en la pila más cercana a sus casas, en este caso la de “Las Culebras”. No se sabía quién era la peor de las cuatro Marías, algunos dicen que maría Tomasa, otros que María Eduviges, María Natalia o María Amaranta; lo cierto es que las cuatro tenían suficiente mérito para manejar la calumnia con verdadera acidez. En una de las tantas ocasiones que ellas se reunían, llegó el indio Macario, de quien se decía era un antiguo brujo otomí cuyos poderes eran extraordinarios; al verlas Macario enredadas en sus ya cotidianas confabulaciones, les advirtió que si seguían haciendo daño a las personas con sus venenosos chismes, pagarían en justo precio las consecuencias. Ellas, insensatas que eran, se rieron de Macario, insultándolo de muy agresivas formas; entonces él les dijo: “Les di una oportunidad para que recapacitaran y cambiaran sus perniciosas costumbres, pero los hábitos los tienen tan arraigados que pagarán con el castigo que merecen. Y diciendo esto, expresó en idioma otomí un conjuro, a la vez que, tomando agua de la pila, mojó a las cuatro Marías. En ese mismo instante, las mujeres comenzaron a contorsionarse en extrañas convulsiones, y cayendo al suelo se fueron transformando en serpientes. “Para que eso sirva de ejemplo a todos los que no saben los daños que causan con sus intrigas y torcidos chismes, quedarán por siempre como culebras de piedra”, dijo Macario. Él se fue y en el búcaro de la pila quedaron grabadas las cuatro Marías ya petrificadas. Y desde esa época, a la fuente del Fresnito, se le conoce como la Pila de las Culebras.
LA CARRETERA DE MEXICALTZINGO.
Esta leyenda narra sobre la grave penitencia que tuvo que pagar un hombre acaudalado por prometer y no cumplir el pago de una "manda" (exvoto católico). Cuenta la leyenda que dicho hombre acaudalado, al verse aquejado por una grave enfermedad prometió al párroco y a viva voz ante el altar, terminar de construir la iglesia del pueblo de Mexicaltzingo, si se le concedía la salud. Cuando su petición fue milagrosamente concedida, el hombre procedió a hacer grandes planes para su obra prometida, pero pronto los olvidó por la alegría de estar de nuevo en buena salud. Al paso de los años, el párroco murió y también el rico comerciante y la obra nunca se vio empezada. Cuenta la leyenda que luego del "novenario" (nueve días de luto y oración tradicionales) de éste último, la gente del pueblo vio varias veces una pesada carreta fantasmal cargando rocas dirigirse a la iglesia y desaparecer dentro de ella. La gente del pueblo interpretó esto como el alma del comerciante penando por pagar lo que no había hecho en vida.
LAS MONEDAS.
Se dice de un señor que residía en la ciudad y tuvo que partir a la costa para arreglar asuntos de negocios con sus terrenos. Partió en la tarde, pero no llegó a su destino pues fue asesinado en una emboscada. Se dice que murió antes de anochecer; sin embargo, en la noche cuando su familia se encontraba dormida, su hija mayor le vio llegar. Al verlo, él le dio órdenes de seguirlo en silencio, la llevó al escritorio de dónde sacó un compartimiento con monedas de oro, dejó instrucciones y rato después partió a un viaje largo, según lo que el ánima contó a su hija. Al día siguiente la terrible noticia llegó a oídos de la familia, la muchacha platicó lo que había pasado con su padre la noche anterior, aunque aquella noche que fue asesinado logró defenderse y matar algunos culpables de la emboscada.
LA TUMBA DE LAS ROSAS.
Esta leyenda trata de una señora, quien, caminando por el campo tropezó con algo en el suelo. Miró hacia abajo aquello que estorbó su caminar y encontró a sus pies un crucifijo roto. En ese momento lo recogió y lo llevó a su casa, allí lo puso en su sala, llenándolo de flores y de veladoras, y así fue como siempre trató la señora al Cristo roto. Nunca le faltó ni una rosa y siempre le ponía una veladora. Así llevo su vida hasta que un día enfermó de gravedad. El doctor determinó que no se podía hacer nada. Su familia, triste a su lado, escuchaba como la señora les decía “no lloren, pues el señor me dijo en un sueño que, así como lo recogí y lo llené de flores ahora él llenaría de flores mi tumba y nunca habrá día en que me falten flores como a él no le faltaron”. Y así fue, la señora falleció y un par de días después comenzaron a salir flores sobre la tumba, pero de una forma peculiar. En vez de crecer y salir hacia arriba, las flores conformaban dos salientes que parecían proteger en un constante abrazo, la tumba de aquella señora. Hasta hoy no hay día en que falten flores en la tumba de esa generosa señora.
LA VIRGEN QUE LLORÓ
La virgen lloró, Empezó a escurrirle agua por los ojos. Y eso no es muy reciente, ya son como diez años. Pero eso causó mucho misterio. La virgen no solamente lloraba, ya hablaba, ya platicaba con medio mundo. La virgen que lloró está en la parroquia de San Miguel. La tuvieron que bajar para que la vieran de muy cerquita. Trajeron a un sacerdote lefebriano a oficiar la santa misa porque había pasado un suceso extraordinario. El agua empezó a salirle porque no tenía sellados sus ojos. La imagen de la Virgen de Guadalupe está elaborada en cantera. Ya tiene muchos milagros y a diario le llevan más de cuatro ramos de flores. La virgen lloró y no fue porque estuviera lloviendo mucho[Juan Manuel Jiménez Cervantes].
EL MONJE SIN CABEZA
Los pobladores de Jesús María se han puesto en la mente que a uno de los primeros frailes que estuvieron allí para la evangelización lo sacrificaron. Hay personas que ven allá donde están los muros de la iglesia que sale un fraile, pero sin cabeza. Encontraron sus restos en la cúspide del muro. No tenía su cráneo, simplemente las extremidades y la demás osamenta. Una vez que se encuentre la cabeza va a tener su descanso eterno y ya no se volverá a aparecer [Prof. José Santos Bermúdez].
EL ZANJÓN DE LA ZANCONA
El pueblo de Cañadas de Obregón es un lugar escondido, apacible, de vida tranquila, sin mayores sobresaltos. Sus habitantes en su mayoría trabajan en menesteres propios del campo; otros son comerciantes o trabajan por su cuenta como el herrero, el carpintero o el albañil. Además, asisten con regularidad a la parroquia y cumplen a tiempo con los diezmos. Se recogen a sus hogares apenas oscurece, porque el pueblo carece de alumbrado público, a diferencia de las ciudades de importancia. Sin embargo, esta tranquilidad se ve alterada de tiempo en tiempo cuando alguien, por alguna poderosa razón, no logra regresar antes de caer la noche: ya sea porque algún animal escapó, agarró monte y es deber no permitir que dañe sembradíos, o que se aleje tanto que se pierda para siempre. Una noche de luz de luna, y de algunos nubarrones que por momento ennegrecían el firmamento y otros permitían ver las cosas con cierta claridad, los habitantes de Cañadas se disponían a descansar, pero no libres de toda preocupación como en otras ocasiones, y es que el vaquero de don Andrés no había regresado del campo y ya las campanas del reloj de la parroquia indicaban las diez. En ese momento el galope de caballo y un grito que duró una eternidad hizo añicos al silencio. Las madres estrecharon a sus hijos pequeños y se refugiaron en los rincones de sus alcobas. Los hombres, por su parte, salieron a hacerle frente a aquel extraño acontecimiento, no sin antes echarle llave a las puertas. La calle se llenó de luz de mecheros que iban de un lado a otro en pleno desconocimiento. Por fin, encontraron el causante de todo aquel alboroto. Estaba frente a la casa parroquial y, enlo quecido, golpeaba la endeble puerta con tal insistencia que ésta casi se derrumba. El comisario llega hasta él, acompañado de un puñado de gente con antorchas en mano, le pidió que se calmara, que le explicara la razón de todo aquéllo. Alguno de los ahí presentes le dio una botella de aguardiente que el vaquero bebió con vehemencia. El hombre tomó unos instantes en recobrar cordura, y explicó qué le sucedió:
— Me topé con la mujer, en la cañada zanjón de la zancona. Yo andaba buscando unas vacas extraviadas, me ayudaba con la luz de la luna y fue ahí donde las encontré; las arreaba de regreso al rancho, cuando de la nada apareció la mujer, se apostó frente al caballo y por más que quería pasar, no se quitó de allí. Era una mujer alta, vestida de negro, su cara no era normal, era larga, tan larga que me pareció la de una bestia. Las nubes taparon la luna, el miedo me engarrotó y no podía mover ni un dedo, lo único que se me ocurrió fue encomendarme a todos los santos.
Los señores del pueblo se propusieron encontrar una respuesta a aquella aparición que causaba temor en la gente, en especial a las mujeres. Así que una tarde partieron varios de ellos a la zanja de la zancona para quitarse de dudas. Prendieron una fogata en el fondo de la cañada y esperaron impacientes. Algunos de ellos, los incrédulos, no estaban conformes en creer que fuera cosa del mas allá, sino alguien que quería hacerles pasar un mal rato.
Cual fue su sorpresa que la mujer que había descrito el vaquero pasó no lejos de ellos, la vieron gracias a la luz de la fogata. Los nervios les ganaron y se quedaron impávidos ante aquella visión. Y no era para menos, sin razón alguna el fuego se avivó de manera extraña, sin motivo aparente. Temerosos, fueron a encarar aquella criatura que estaba parada no lejos de ellos. Se aproximaron tanto como su valor sé los permitió, ella habló:— Soy un alma en pena, aquí en este lugar maté a mi hijo recién nacido, un hijo producto de amor con un hombre que me traicionó. Déjenme en paz, estoy pagando un pecado que no tiene perdón ni en el cielo ni en la tierra. Los hombres comprendieron su imprudencia y marcharon a casa [Luz Loza González].
LA CUEVA DEL TORO
Un buen día allá por 1930, en Mezcala, un pequeño caserío en la ribera del lago de Chapala, frente a la isla del mismo nombre, lugar que contrasta por la simplicidad de sus habitantes con el relumbrón de los pueblos turísticos, en aquella ocasión cuando los pescadores ya habían recogido sus redes y anclado sus canoas, los labradores apilaron la cosecha de chayotes, y todos habían salido a la calle a refrescarse con la brisa de la tarde, mientras que el cielo era surcado por aves de varias especies, entre ellas las garzas blancas, en dirección a sus nidos, la vida parecía haber retornado a su normalidad después del final de aquellos ajetreos de la cristiada. Aunque nadie aseguraba el retorno de la paz, por el momento lo mejor era pretender que aquello no había sucedido. Y nadie como los niños con sus juegos, los mayores enfrascados en la charla y las campanas repicando para el rosario. No tardaron algunos en percibir que aquella ida en particular, aquellos momentos, no eran como de costumbre. Algo había en la atmósfera, semejante a una pesadez en el aire, que incomodaba. Todos estábamos confundidos por aquella extraña sensación, no sabíamos a qué echarle la culpa, y encima de aquello apareció en la plaza la mujer de Hipólito. Gritaba como si estuviera fuera de sus cabales, como si el mundo se acercara a su fin. La primera conclusión que sacábamos era que aquel extraño fenómeno había cobrado su primera víctima. Toda aquella algarabía atrajo la atención del párroco y fue el que la ayudó a recuperar la cordura. Entre sollozos dijo algo que nos dejó mudos:
— ¡Hipólito subió a la Cueva del Toro!, porque según él, ya estaba harto de la pobreza.— No hija, fue la codicia, el afán de ser rico sin tener que trabajar — respondió el párroco después de unos instantes de silencio—, Dios lo perdone. Aquello nos tomó a todos por sorpresa, no por lo que podía pasarle a Hipólito sino porque él, el más cobarde, resultó el único valiente y se adelantó a todos nosotros que perdimos el tiempo en tanteadas de cómo llegar hasta allá.
Todo aquello empezó con las pláticas del difunto don Tomás, hombre que había estado bajo el mando de los jefes menores del ejército cristero, por el rumbo de Atotonilco: «Cuando vinieron los acuerdos y llegó el momento de deponer las armas, no todos lo hicieron, uno de esos grupos fue el nuestro. No creíamos justo haberles sufrido tanto para nada, haber dejado familia y tierra para terminar con una bala en la panza, ni tarugos que fuéramos.
»En Tizapán, La Playa y Ocotlán, en especial este último, había gente adinerada y en menos de un año logramos tener alhajas, oro, plata y billetes. Nosotros sabíamos que aquella vida no era para siempre. Así que cuando supimos que el ejército andaba tras nosotros, no nos tomó de sorpresa. El último de los robos fue a un comerciante de San Luis Soyatlán. Iba con familia rumbo a Ocotlán a casar a su muchacha. Llevaba buen dinero, pero no tuvo más remedio que darlo. El gusto no duró mucho, los rurales esperaban por ahí escondidos en el cerro. Y que empieza la balacera y a poco rato que les llegaban refuerzos, nos superaban en todo. No quedó otra que salir huyendo, salirnos de allí.
»Aprovechamos la noche, nos fuímos por el lado del cerro que da a la laguna, rumbo a Mezcala, donde se guardaba lo hurtado. Los rurales no le entraron, sabían que allá la llevaban de perder.
»Nos dimos cobijo en una cueva en lo alto de la montaña, de allá se divisaba todo a la perfección. Ahí no había manera que nos agarraran. Sin embargo, la cosa entre nosotros ya no marchaba del todo bien. Unos ya querían su parte y otros de plano querían cualquier cosa con tal de regresar con su familia. El jefe era astuto, no era fácil convencerlo. Por ahí andaban unas reses y ordenó traer un toro, el más grande y… así que ordenó que se matara. Con el cuero se hizo una petaquilla donde se depositó todo lo que se había robado hasta entonces, y con todos los presentes se enterró en el fondo de la cueva, con la intención de desenterrar aquello cuando los rurales nos dieran un respiro. De lo contrario, nos agarrarían con todo aquello y de qué servía tanto peligro para terminar, como quien dice, regalándolo a nadie.
»Al día siguiente, al salir de la cueva, nos dimos cuenta que los federales nos habían descubierto, nos tenían rodeados. No quedaba otra que salir y jugarnos la vida y alejarlos de la cueva. El jefe pidió tres hombres para cuidar del baúl. Todos quisimos quedarnos, nadie estaba dispuesto a dejar aquella fortuna en manos que no fueran las propias. Al ver aquello el jefe se impacientó y fue él en lo personal que los escogió. Cuando ya los había puesto en firmes y esperábamos que les diera algún tipo de instrucción, por lo contrario, sacó su pistola y ahí mismo los ajustició. Nadie de nosotros entendía por que había hecho aquello. Y él pronto aclaró el misterio»:
«Los vivos buscamos la oportunidad para traicionar, pero los muertos son fieles hasta la eternidad. Dispongo que los difuntos protejan este lugar. Y si ninguno de nosotros logra salir con vida, que el tesoro sea para quien lo encuentre». Antes de salir de la cueva, el jefe formuló un conjuro para quien quisiera el tesoro: «si el toro sale, mismo que se le tendrá que sacar dos vueltas con un capote. A la tercera vuelta tocar el animal con una vara, y el tesoro será suyo».
«Los federales mataron a toda la gente, menos a mí. Yo corrí con suerte porque me escondí en unos matorrales, y después me escurrí por un zanjón que bajaba hasta el pie del cerro. Como pude me alejé del lugar y me fue a vivir lejos de ahí. Regresé años después a vivir aquí a Mezcala, a hacerle la lucha para recoger el tesoro. Pero nunca corrí con suerte. Primero me encontré las animas de los difuntos que mató el jefe, y después caía en mareos y amnesias, al punto de no saber de mí. Por fin dejé aquello en paz y me resigné a vivir en la pobreza, sabiéndome rico». Don Tomás contó aquella historia un sin fin de veces. Aquí en Mezcala todos la sabíamos de memoria, y puedo decir que Hipólito no es el primero ni será el último en subir en busca del tesoro [Exiquio Santiago Cruz].
LOS FANTASMAS DE LOS PUENTES
De los viejos puentes de Ocotlán se podría intitular algo de la narrativa de hoy, captada en los decires de las gentes de tiempos pasados y usuarios de las antiguas y sólidas pasarelas de cal y canto, que sobre los ríos Zula y Grande de Santiago, en el inicio de la segunda mitad del siglo XIX, fueran construidas; en merced de un convenio de cobro de peaje hecho con el gobierno por los hacendados Castellanos Jiménez, que en su época se significaron en la población por sus emprendimientos altruistas, y en materia de obras en beneficio de las comunicaciones regionales se anticiparían con mucho a no pocas renombradas poblaciones. Pues de acuerdo a las evidencias, una vez con los permisos y a su peculio económico, valiendose de conocedores alarifes, mandarían construir los referidos puentes conocidos como de San Andrés y de Cuitzeo, que bien merecido realce dieron al pequeño Ocotlán de tales tiempos. Al quedar expeditos los impedimentos fluviales, se agilizaron el tránsito doméstico y el trajín de las diligencias, de los carros y de los arrieros, que con sus recuas utilizaban la antigua ruta del camino real entre México y Guadalajara. Con el transcurso de los años, las vetustas construcciones de dichos puentes, con sus basamentos siempre inmersos en el agua, mudos testigos de aconteceres diversos, propiciaron no pocos transitadores a su paso por los lugares, en pacíficos tiempos o en temporadas de contiendas revolucionarias. Recordándose entre los hechos constatables, el puente de Cuitzeo, en el año de 1924, sufriría la voladura con dinamita de dos de sus arcos. Esto por el conflicto armado que escenificaran en ambos márgenes del río las tropas federales de la nación en contra de las disidentes de los huertistas. A estas construcciones que enlazaron el camino real, la voz popular urdiría curiosas consejas en torno al paso de san Andrés o de Jamay. Con relación a éstas, se recuerda a un anciano conserje de unos excusados públicos que existían en el extremo sur-oriente de la pasarel, en el inicio de los años treintas, quien narraba que cuando las crecientes aguas del río Zula amenazaban con desbordarse, se dejaba oír el fantasmal llanto de un pequeño niño (que había sido emparedado vivo cuando hicieron el puente), dando la voz de alarma con su lamento del latente peligro de inundación y de que las arquerías podían ser arrasadas por el embate de las aguas. En cuanto a lo que se dijera y se contara del puente de Cuitzeo, la gente de a caballo y caminantes que a deshoras de la noche o de la madrugada tenían que pasar por allí, hablaban de un torso que en ocasiones «se aparecía». Siendo visto en noches de luna llena en forma de atractiva mujer, ataviada con vaporoso vestido azul claro y el precioso pelo suelto llegándole a la cintura. La seductora imagen con sus torneados brazos al descubierto inesperadamente era vista caminando siempre adelante y con su silueta de sensualidad, llenaría de malsanas inquietudes a más de algún trasnochador que acercándose a la fémina la asediaría de tiernos requiebros y requerimientos a inmediatos amoríos. Lo que haría que la escultural mujer se volviese extendiendo afectuosamente los brazos y mostrando en lugar de un lindo rostro una horripilante cara de perro de entreabiertas fauces, que se dice hacía que el galanteador huyera despavorido o se desmayara del susto. Al ser demolido el viejo puente para sustituirlo por el moderno que hoy existe, terminarían también tan increíbles historias [José María Angulo Sepúlveda].
Leyendas en Tomatlán Jalisco
Un pueblo hermoso municipio de la Región Costa Norte del Estado de Jalisco es Tomatlán, su nombre significa "lugar de tomates", rico en leyendas que atemorizaron mucho tiempo a los tomatlenses y por las noches nadie se atrevía a cruzar la plaza ni los callejones, mucho menos se acercaban a los panteones.
Estas leyendas son parte del folklore del pueblo y aunque en la actualidad a veces nos cause risa, forman parte de la historia de la comunidad, a continuación te las compartimos para tu deleite..
“El charro montado en un caballo negro”
Por la plaza principal nació la leyenda de un aparecido montado en un caballo negro, vistiendo ropas de charro.
Este sujeto salía de la plaza principal, anteriormente era una calle empedrada, que hoy es la calle Constitución; este charro caminaba a las 12:00 de la noche en adelante, se dice que su caballo lanzaba destellos de fuego por los ojos y que el charro tenía unas espuelas de oro; que también reflejaban chispas de lumbre. Este fantasma hacía su recorrido por esta calle y se perdía por la calle Cuahutémoc, frente a la casa de la familia Sánchez Fernández, ya que ahí existía un portón donde desaparecía el fantasma; se dice que este sujeto le había vendido su alma al diablo.
Posteriormente se rumoró que el charro, al desaparecer, se “robaba” a las mujeres que encontraba llevándolas a donde hoy se encuentra la “zona roja”, en la actualidad existen dos o tres botaneros con ese nombre.
“El cerro de la costa”
Se cuenta que en el mencionado lugar existe un hechizo o encanto, hay quien asegura que el viernes Santo de cada año a las 12:00 de la noche se escucha replicar campanas y que la persona que tenga valor de ir al sitio donde se escuchan campanadas va a desencantar el cerro; apareciendo un castillo muy bonito con muchas riquezas y que aquel valiente será el dueño de todo. Hoy en dia aún se espera al valiente que rompa con el hechizo.
“Los duendes de la higuera del río”
Cuentan que conforme se acerca la Semana Santa en una higuera que se encuentra a orilla del río que pasa a un costado de la casa de la comunidad, aparecen unos hombrecitos de color verde, que buscan la manera de hacerse presentes a los niños, principalmente; comentan que los atrapan para llevarlos con ellos, tal es el caso que les sucedió a los hermanos Pedro y Leobardo Díaz Barbosa, quienes en una ocasión que venían del potrero en compañía de su papá y demás familiares, que ambos pensaron en adelantarse para bañarse en el río cerca de dicha higuera, pero ignoraban lo que de ahí se comentaba, cuando ambos se encontraron dentro del agua se dieron cuenta de que había unos hombrecillos verdes que se dirigían hacia ellos, siendo a Pedro al que tomaron de las manos y lo jalaron hacia al tronco de la higuera donde creían ver una puerta por donde aparecían y desaparecían, Leobardo al ver esto salió corriendo para llamar a sus familiares para pedir auxilio, pero cuando llegaron al lugar solo encontraron a Pedro de pie y sin poder hablar y temblando, hubo la necesidad de llevarlo al doctor para que lo examinara porque sufría de calentura y fuertes delirios a consecuencia de la fiebre que le produjo tal acontecimiento emocional; a partir de ese momento se ve con recelo a tal higuera por temor a que suceda lo mismo que a los hermanos Barbosa.
“El coyote del cementerio”
Según cuentan que antes que se formara el rancho del Tequesquite, éste fue una hacienda que tenía el mismo nombre, que cuando fallecía algún niño que después de sepultarlo se aparecía un coyote más grande de lo normal y que lo desenterraba para comerle algunas partes, motivo por lo que los familiares tenían que estar pendientes para que no sucediera tal acontecimiento.
Cuentan que se pusieron de acuerdo para matar a dicho animal; por lo cual le hicieron guardia durante días después de sepultar a un infante, para esto se turnaban pero no lograban hacerlo, porque cuando el coyote les veía el arma ésta no lograba percutir su cartucho y que a otros se les doblaba el cañón del arma como si fuera de tela, para lograr matar al coyote necesitaron bendecir con agua bendita sus armas y esconderse entre la maleza a un costado de la vereda por donde pasaba el animal para que no los viera. Después de que lograron matarlo comentan que amontonaron leña en torno al cuerpo del animal y le prendieron fuego para que todo terminara de una vez, pero existe el temor de que vuelva a aparecer por el lugar.
http://capturaportal.jalisco.gob.mx/wps/wcm/connect/d111d1804dbe3179a0a9e95160bedb77/03leyendasyp.pdf?MOD=AJPERES
No hay comentarios:
Publicar un comentario